¡Tengo que seguir!

Por Pastor Samuel Libert

Un comienzo con problemas

Entre todos los hombres que han hecho bien a mi vida, al que más admiro es a Jesús de Nazaret. Y estoy convencido de que Él tenía un lema que, si bien no lo menciona tal cual en la Biblia, para mí resume toda su vida y ministerio: «Tengo que seguir».

Jesús fue un hombre de dolor, un hombre con problemas. ¡Él los tuvo en abundancia! Cuando era adolescente, teniendo escasos doce años, lo llevaron a Jerusalén caminando desde Nazaret. Según dicen algunos eruditos, el viaje duraba unos cinco días (cuatro para los más jóvenes). Me imagino ese camino de la forma en que mi amigo Samuel Coleman lo describe: «Cuando Jesús caminaba, sus ojos puros y límpidos de adolescente iban apreciando a su alrededor el espectáculo multicolor de la gente en la caravana (Lc. 2:41 ss.). Allí se veían los que tenían algún burrito, los que podían contar con un carro o hasta los más prósperos con sus camellos importados. Dicen los historiadores que acostumbraban a cantar salmos. Cantaban, sí, pero recordemos que eran un pueblo incrédulo. Estaban acostumbrados a cantar, de la misma forma que no pocas de nuestras iglesias cantan por costumbre. Jesús veía qué muchos de ellos cantaban pensando en otra cosa. Y sus ojos le dejaban ver todo eso. Las mamás comentaban sobre temas domésticos, interrumpiendo para llamar a sus niños; los papás hablaban entre hombres de sus cosas, mientras cantaban y caminaban».

«La llegada a Jerusalén estaba marcada sugiere Coleman por las filas que los hombres debían hacer para presentar sus ofrendas en el templo, mientras los sacerdotes iban oficiando los sacrificios a los miles que se acercaban a aquella ciudad. Parece ser que eso duraba entre dos y tres días, en los cuales los levitas dirigían canciones, los rabinos instruían en la doctrina, los hoteles no alcanzaban y la gente se dispersaba haciendo campamentos y pícnics por doquier. Todo era una oportunidad, una ocasión social. Todos disfrutaban de las situaciones sociales, con poco recuerdo del verdadero significado de la Pascua». (Curiosamente, suele suceder lo mismo en días como Navidad y en algunos congresos evangélicos).

El pequeño Jesús caminaba y miraba todo esto. Dirigía su mirada hacia este grupo, hacia aquel otro montón de personas y, seguramente, se hacía preguntas sobre todo esto. Él era transparente, puro, pero estaba en medio de un pueblo incrédulo.

Él no se detenía en el aspecto social. Tanto es así, que se quedó, mientras José, María y sus parientes se volvían a Nazaret. La gente estaba en otra cosa, pero Jesús no. ¿Qué hacía Jesús?, ¿qué pasaba por su cabeza? Él se paseaba en medio de los sacrificios, del olor del humo y de la sangre derramada, del balido de las ovejas y de las distintas agrupaciones de gente. Mientras caminaba, observaba a los grupos cantando y la gente que rodeaba a alguno que otro rabino. Los sacerdotes hacían su liturgia y los mercaderes aprovechaban la ocasión. Los niños correteaban y las mamás, por detrás, buscándolos. Sus ojos de adolescente veían todo: veía la realidad de la simple costumbre, de una vida espiritual vacía. Tal vez fue ese el tema de discusión con aquellos líderes en el templo. Quería preguntar, escuchar, observar, debatir. ¡Así comienza su relación con ese pueblo! ¡Allí tenía que ministrar y algo le mordía en su corazón al pensar en los negocios de su Padre! Él quería preguntar y que le contestaran, no quería hacer gala de gran magisterio, sino ir al meollo de la cuestión. Tal vez su pregunta era: «¿Por qué esta gente está tan vacía, tan hueca? ¿Por qué no pasa nada aquí?» Se estaba viviendo una religión de costumbres, y ese fue uno de los primeros problemas que enfrentó Jesús.

Rechazo en la Sinagoga

Con el correr del calendario, cuando Jesús comienza verdaderamente su ministerio, debe enfrentarse a un problema mayor, uno que, para nosotros, sería de terrible desaliento. Él llega a la sinagoga en Nazaret y comienza a hablar: «El Espíritu del Señor es sobre mí, … etcétera, etcétera». Comienza a decir las cosas y es rechazado por la congregación. Mi hermano, esto es fácil de leer en el texto bíblico, pero qué difícil es enfrentarnos con una congregación que corta nuestro mensaje ¡y nos echa del templo! Cuando uno es joven y tiene treinta años, es consiente del tremendo ministerio que debe cumplir, se ha preparado largamente para ese ministerio y su primera experiencia es ésta, ¿qué siente en ese momento? Lo expulsaron, lo sacaron del lugar, exclamando: «No es posible que se pare alguien a decirnos lo que no nos gusta oír!» «¡A éste hay que echarlo de aquí!»

Y Jesús sale. Yo no sé con qué expresión abandonó ese lugar. Lo que sí sé es que Él, a pesar de ser Dios, era también verdaderamente hombre. ¡Y yo sí sé cómo me hubiera sentido si eso me hubiera pasado a mí! ¡Hubiera salido «con el rabo entre las piernas»! Me habría desmoralizado, desalentado; habría tenido un inmenso sentimiento de soledad.

Hace algunos años me tocó vivir una experiencia parecida; sin embargo, no puedo ni imaginar en toda su dimensión lo que Jesús vivió. Es de esos momentos en que dan ganas de decir: «¡Dejo todo! ¡Que se arreglen solos!» Pero Jesús recién comenzaba. Hasta ese momento, esa «media predicación» había sido todo su ministerio público, y ya estaba derrumbado. Fue, entonces, en su soledad y crisis que pensó: «Tengo que seguir».

Rechazo por los líderes

Cuando uno ve problemas en el pueblo, trata de dirigirse a los líderes; si siente que «tiene un mensaje» para dar, entonces lo enfoca hacia los que dirigen. Y muchas veces uno encuentra lo mismo que encontró Jesús: indiferencia, burla, ridiculización, ataque, saña y todo aquello que Él recibió de parte de los escribas, sacerdotes y fariseos: las «autoridades» contemporáneas. Hubo momentos en que Él se enojó con ellos. Llegó a llamarlos «sepulcros blanqueados», pero no lo escucharon.

Me imagino cómo me hubiera sentido yo si los principales intelectuales y pensadores de mi tiempo se hubieran acercado a mí para decirme: «Tú estás loco», o para tratar de hacerme caer en una trampa. Habría dicho: «Si los que estaban presentes en la sinagoga me echaron, es una cosa, al final de cuentas era el pueblo llano, pero ¡esta gente! ¡Ellos son los que conocen la Palabra de Dios! ¡Son los que se han nutrido de ella! Si ellos vienen a decirme: ¡No!, es como para decir: Si ni el pueblo ni sus líderes quieren oírme, allá ellos. Yo ya les prediqué. ¡Que se arreglen!». Sin embargo, Jesús otra vez decidió: «Tengo que seguir».

Rechazo por los suyos

Quien no conoce o recuerda bien la historia bíblica podría decir: «Bueno, por lo menos Jesús contaba con el apoyo de su familia». ¿La familia? Ellos creían que estaba loco. Dice la Biblia que vinieron a buscarlo «porque creían que estaba fuera de sí». Uno piensa: «Llego a casa después de soportar horas de una sociedad corrupta, molesta, y alterada; entonces, descanso, me relajo y comparto con los míos las frustraciones que he sufrido». Jesús se encontró con que ni siquiera María lo entendía. Sus mismos hermanos eran los que se encargaban de decir: «Está fuera de sí», «ha perdido la razón».

Piense, hermano, que esto sucedió mucho antes de la cruz; forma parte de los padecimientos de Cristo, de los cuales nosotros mismos somos partícipes. Si uno aspira a ser pastor de una iglesia, tiene que estar dispuesto a poner esto por delante y saber que pueden venir momentos en que, aun los que amamos, no nos entenderán. Tal vez ni siquiera dentro de nuestra propia casa encontremos el apoyo que necesitamos.

En esos momentos Jesús se encontraba completamente solo. Sin embargo, los discípulos estaban con Él. ¿Los discípulos? ¿Esa multitud frenética que a veces lo seguía, que se gozaba cuando Él multiplicaba los panes y los peces, que lo alababa cuando hacía milagros, pero que decía: «¡Uy! ¡Dura es esta palabra!», daba media vuelta y se iba? Y éstos no eran los de la sinagoga, eran los que «simpatizaban» con Él. Pero cuando Jesús les habló de identificarse con su sangre y con su muerte, la respuesta fue la espalda. Y Él, una vez más: «Tengo que seguir».

Apoyado pero incomprendido por los doce

Es allí cuando mira a los doce y les pregunta: «¿Quieren irse ustedes también?» Y ellos dicen no. «¿A quién iremos?», le contestan.

¡Qué apoyo!. ¿Y quiénes eran «los doce»? Allí estaban: Pedro, con un montón de problemas que culminaron en una negación o, mejor dicho, una traición; Tomás, quien fue un incrédulo hasta después de la resurrección; Felipe, que no entendía lo fundamental (tanto que Jesús tuvo que decirle: «¿Hace tanto tiempo que estoy con ustedes y todavía no me has entendido?»); Jacobo y Juan, que todo lo que querían era tener los puestos de la derecha y de la izquierda, y que descendiera fuego del cielo para destruir a los samaritanos. Contra ellos y los demás Jesús llegó a enojarse y decir: «¡Hasta cuando tendré que lidiar con ustedes!» Esos eran «los doce».

Mi estimado colega, si los teólogos se burlan y me quieren tender trampas, si se me viene en contra la congregación y me echan del lugar, si la familia me trata como a un loco, si los que me siguen ya no lo hacen más y los pocos discípulos que me quedan no me entienden, entonces renuncio. Pero Jesús dice: «Tengo que seguir».

Si a ti te desalientan las cosas que te ocurren, ten presente que a Jesús le sucedieron muchas peores. ¡Y antes de la cruz! La soledad que tú vives, Él la vivió; el dolor que sientes, Él también lo sintió. ¡Si tienes un mensaje para el mundo, dilo ahora, aunque el mundo entero te rechace! Aun cuando suceda lo peor, ¡tú tienes que seguir!

Rechazo en la gran ciudad

Llega el momento en que mi Señor arriba a Jerusalén. Habían pasado tres años desde aquella expulsión en Galilea; tres años que significarían treinta, cuarenta o cincuenta en nuestros ministerios. Años de múltiples esfuerzos, de sacrificios y de amor derramado. Y al llegar, encuentra la turba de discípulos inconstantes e inconsecuentes que lo rodea para hacer la revolución, que lo interpreta como un líder político, pero que después lo abandonará. ¿Por qué lloró Jesús al entrar en Jerusalén? ¿Por qué no se sintió apoyado y reconfortado? ¿Por qué no experimentó el gozo que hay en el corazón de Dios cuando es alabado y adorado, cuando es reconocido como rey? En ese momento, esa ciudad vivía dos sentimientos: el de la fiesta de la Pascua, con el festejo de los panes sin levadura, y el de los que creían que venía un nuevo rey terrenal. Jesús sabía que se encontraba en medio de un pueblo ciego y sordo a su verdadero mensaje, y esto, hermano, duele mucho. Es triste sentirse alabado, palmeado, vitoreado y engrandecido, pero descubrir que allí no hay nada más que vacío. Por eso Jesús lloró. Lloró por la gente de esa ciudad, que pensaba mucho en los corderos de la Pascua, pero que a Él, el verdadero cordero, no lo reconocía como tal.

La gente seguía gritando «¡Hosanna al que viene en el nombre del Señor!» Tal vez, en su corazón, surgió aquella frase que los profetas habían transcrito: «Este pueblo de labios me honra, pero su corazón está lejos de mí». Mi hermano, cuando uno es como «cantor de amores», al que la gente palmea por lo bien que canta, pero a quien nadie escucha, el corazón se duele.

Jesús ni siquiera puede confiar en los doce. Pronto les dirá que todos lo abandonarán, que se quedará solo. Si tú eres siervo de Jesús y alguna vez te sientes solo, estás identificado con Él. Si llegas a experimentar tristeza, aflicción y reflexionas que el camino de la cruz se está volviendo una agonía, recuerda que Aquel también lo padeció. Si sientes que el mundo entero, aun tus amigos más cercanos, se vuelven contra ti, y que la senda de la cruz es ya demasiado dura, piensa que Jesús la transitó en una forma más dolorosa todavía, ¡y sin culpa!

En estos momentos Jesús ya está frente a un cuadro en sobremanera frustrante. Su muerte es debida a la indiferencia, la incredulidad y el pecado de los otros. Él ya está agonizando cuando llega a Getsemaní, es muy dura la copa que está bebiendo. Desea otra situación, y dice al Padre: «Sí es posible, que yo no beba esta copa»; es decir, que yo no tenga que seguir en esta misión heroica, con una grey que me abandona, un rebaño que me deja solo, tener que estar en la cruz desamparada por los hombres y por Dios. Si es posible, yo no quiero beber esta copa. En ese lugar Jesús está diciendo: «Quisiera dejar, pero ¡tengo que seguir!» Y se levanta, y los discípulos están dormidos. Es tremendo. Uno está orando angustiosamente, lleva a sus dos mejores amigos para que lo acompañen y, al rato, se queden dormidos. Este hombre oró y lloró en gran conmoción, pero se levantó y dijo: «Voy».

Entonces, Pedro lo niega; el otro, lo vende; Juan lo sigue de lejos, y de los demás no se sabe nada. Él va a enfrentarse con todo y con todos. En esos momentos de la pasión, sobre los cuales tanto podríamos decir, Él va pensando: «Tengo que seguir».

Mientras es llevado por aquellas calles, de lo de Pilato a lo de Herodes y viceversa, así como en el camino hacia el Gólgota, va encontrando rostros conocidos: «este es el paralítico al que sané la vez pasada; este es el leproso a quien curé; aquel otro es el ciego a quien devolví la vista; este que se hace el indiferente es aquel a quien libré de tal enfermedad». Rostros y más rostros; todos amontonados y apiñados viéndolo pasar. Solo. Nadie se acercó a agradecerle. En los evangelios no leemos que alguien haya venido, sino que Isaías da testimonio diciendo: «Desechado y despreciado entre los hombres». Algunas mujeres lloraban, pero nada más. ¡Y va a la cruz! Sigue.

Ya en la cruz, a lo lejos puede ver el humo de los que seguían con la ceremonia de la Pascua. Muchos continuaban con su celebración a Dios, aunque Él estaba fuera del campamento llevando nuestro vituperio. Jesús mira y se siente desamparado. «Estos son los que Dios llamó. Éste es el pueblo de Dios». Todavía vienen y le dicen: «Si eres el Hijo de Dios, bájate de la cruz». ¡Claro que tuvo ganas de bajarse! ¡Por supuesto que sintió ganas de abandonar! No lo hizo, pero en cualquiera de nosotros hubiera existido la gran tentación desde el principio. Es que para ser siervo de Dios hay que estar dispuesto a ir a la cruz. Si se desea ser siervo del Altísimo, hay que estar listo para derramar hasta la última gota de sangre. ¡Por amor a los verdugos, a los negadores, a los cobardes, a los traidores (uno de los cuales estaba ya colgado de un árbol)! ¡Por amor a ese rebaño que no lo había comprendido!

Jesús sabía que tenía que morir solo, y cuando debo hablar de ese «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», se me hiela la sangre en las venas.

¿Sabe una cosa, hermano? Si Jesús hubiera terminado su obra allí, nada sería muy diferente hoy. Aun resucitado, los discípulos de Emaús no lo reconocieron y los doce andaban escondiéndose. Fue necesario que Él derramara su Espíritu Santo, el Consolador, para que nosotros no estuviéramos solos. «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo»; «no están solos».

Querido colega, cuando camines tu ministerio de soledad, piensa en lo que hizo Jesús: «¡Tengo que seguir!» y, lo que es hermoso, Él está contigo.

Usado con permiso de Desarrollo Cristiano Internacional. Es del libro: Locos por Cristo por Samuel O. Libert Publicado en 2002

Foto usado con permiso Brian Erickson en Unsplash

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